Hoy es mi primer día sin mascarilla por la calle. ¡Qué ilusión, como el primer día de vacaciones!
Después de muchos meses, es el día señalado por las autoridades para poder estar al aire libre -en las calles, las playas y el campo, en los parques...- sin obligación legal de usarla. Para mí un día ansiado, una fecha tan señalada como la de Año Nuevo o la Noche de San Juan. Una festividad.
Hace unas semanas soñé que salía a la compra -por supuesto con la marcarilla embozándome- y me asombré divertida porque ningún transeúnte iba de mi misma guisa. Pensé: "¡Qué harta está la gente de mascarilla!", y me disponía a unirme a ese disfrute cuando un hombre se me acercó y con amabilidad me dijo: "Ya no son necesarias las marcarillas". Ahí desperté; un buen despertar, por supuesto.
Desde principios de semana tengo en mente este sueño. No te vayas a despistar, me digo, contando los días y con la ilusión eres capaz de olvidarte el sábado y salir con ella puesta. Como precaución, el viernes por la noche, antes de acostarme, la que tenía en uso la retiré del clavo del vestíbulo y la tiré a la basura: mañana una limpia en la bolsita, por si acaso entro en algún lugar cerrado.
Hoy, por descontado, no me olvidé del día que era y del pensamiento recurrente después de hablar el martes con mi amiga I. -aunque no se mencionó el tema, pero sus posos de intranquilidad dieron pie a ello-: habrá personas que no sean capaces, que les produzca ansiedad o angustia ir a cara descubierta; acuérdate y no pases junto a ellas por la calle, no hay necesidad de que puedan sentirse incómodas. Me lo recordó sobre todo un par de personas que caminaban por la acera de enfrente cuando subí la persiana a primera hora de la mañana: la mitad de las personas que cruzaban por mi calle a esa hora temprana.
Con esa mezcla de alborozo y nervios con los que viven los críos una salida de excursión, para reafirmar lo que es mi creencia -el sábado no es necesaria la mascarilla al aire libre-, a primera hora de la mañana, cuando ojeo por encima las noticias, presto atención, no vaya a ser que en mi ansia confunda la noche del viernes al sábado con la de esta al domingo. Pero es hoy, las 00:00 h. del viernes al sábado.
Entre unas cosas y otras no salgo de casa hasta las once de la mañana, con el sol dispuesto a hacernos sudar y la gente de ida y vuelta a la compra, a sus asuntos. Salgo por el portal, recalo en la calle, feliz mi cara al aire y se me encoge el ánimo: todo el mundo lleva mascarilla, quirúrgica o FFP2. Me siento algo insegura, pero mi razón me dice que lo miré hace un rato en internet, en un periódico solvente: hoy no hay obligación de usarlas. Alcanzo la esquina, atravieso la plazoleta del centro de salud y no varía el panorama. Se me encoge el estómago: me he despistado como ocurre a veces, que uno cree que es un día pero es otro. No me resisto y saco el móvil del bolso. Compruebo: 26-06-2021 Sáb. Solo dos mujeres de mi edad que acaban de salir del supermercado se desembozan y guardan en el bolso.
Cruzo de acera. Todo sigue igual. Nadie me mira con extrañeza, pero yo los miro a todos con espanto contenido. Reconozco que me siento aterrada, que camino por la acera aterrorizada, como si anduviera por las páginas de una novela de ciencia-ficción, como si mi caminar entre personas enmascaradas fuese un mal sueño. Todas las personas con quienes me cruzo -jóvenes, ancianos, adultos- llevan mascarilla: sin importarles, con la desenvoltura de la costumbre, con la soltura del hábito cotidiano, como si hubieran perdido la memoria de lo que es el aire en la cara, la respiración tal cual sin la humedad cálida de nuestro hálito.
No logro tranquilizarme, emerger de mi asombro extrañado. A mitad de camino, saliendo de un pequeño parque a la ribera adoquinada del río, una pareja madura en su caminata embozada comenta: "He visto desde esta mañana a algunas personas sin mascarilla, ¿era hoy?". "Sí, desde las cero horas de esta noche". Al parecer mi presencia se lo ha recordado.
A la altura del pequeño embarcadero, donde a veces algunos chavales disfrutan chapuzándose en el río, un coche policial hace las veces de advertencia esta mañana. Apoyado en él, un policía con la cara al aire y la marcarilla engarzada en el brazo. ¿Quién me hubiera dicho a mí hace unas pocas horas que la confirmación total me la ofrecería esta imagen?
De regreso a casa las emociones de la mañana se han diluido en una tristeza: ¿tan dóciles somos, tan amoldables, tan incapaces de tener nuestros propios criterios acerca de cómo cuidar de nuestra salud y la de quienes nos rodean?, ¿acaso el miedo y la ansiedad han calado tan hondo en nosotros que ni los percibimos, que los normalizamos detrás de un trozo de tejido con gomillas?, ¿qué impulsa a permanecer embozados respirando aire húmedo y tibio? No lo sé. Solo sé que estas preguntas son para mí causa de temor. El temor de que el padre estado -detrás el sempiterno poder económico, a la sombra o bien visible- llegue a tener tanto poder sobre nuestros sentimientos y emociones que perdamos toda capacidad crítica, de evaluación, de contrastación con los propios criterios.
¿Acaso ante el colonialismo no hicieron ver los gobiernos lo maravilloso que sería para los africanos y americanos que les lleváramos nuestra cultura y saberes?
¿Acaso cuando se hundió la economía europea en los años treinta no fue difícil para un gobierno hacer ver que la culpa era sobre todo de los judíos?
¿Acaso...?
Soy como las monedas: mi otra cara en La Escribana Pendolista