Paisaje con casa pequeña Marie Bracquemond |
Tía
Blasina ha huido. Hace unos meses que dejó su casa y se mudó a una
casita a pie de montaña, en las barbas de una playa. Dice que si se
asoma a la ventana de la cocina ve el verde de los árboles, que
cuando sale a la puerta de la calle ve la mar esmeralda, si no se ha
enfadado y ruge de color gris.
No
se ha ido sola, la Escribana la acompaña. Ambas se han mudado de
país, aunque se hayan quedado dentro de él. Cada una tiene sus
razones, las dos la misma tristeza extrañada. Han perdido sus
pertenencias, ya no saben donde viven, tanta mentira, timo y
violencia las tiene expatriadas. Tanta ley arcaica, tanta demencia
cadáver resucitado, tanto bigotillo suelto que parecía afeitado.
Extranjeras en un país de princesas suizas, de ordenadores sin
puertos usb, de contables incontables, de familias en la calle, de
calles sujetas por policías, de sindicatos sordos, de trabajadores
esclavizados, de partidos avestruz.
No
saben si volverán, quizá el invierno las cerque, galerna y nieve, y
tengan que buscar nuevo refugio o quizá el de siempre.
Mientras,
Tía Blasina no hace sudokus y la Escribana lee por leer sin leer, y
en ese trayecto descubre a Alice Munro. Ambas amanecen y anochecen
ora mirando por la ventana de la cocina, ora mirando por la puerta de
la calle, donde una buganvilla no sabe qué hace plantada ahí.
Mujer leyendo Matisse |