Una mujer soñó que había cerrado un gran portalón arqueado de madera gruesa, pesada y vieja. Porque le era importante cerrarlo.
No muy segura de haberlo conseguido lo empujó. No se abrió. Aún no convencida, lo volvió a empujar y éste cedió. Apenas una ranura. La mujer miró. Sólo vio una luz amarilla cobriza. Lo volvió a cerrar y emprendió el camino. Volvió la cabeza atrás. El portalón de madera pesado y viejo seguía cerrado. La mujer se sentía muy cansada.
Entonces se levantó de la silla. Miró los mandalas que había coloreado. Los miró uno a uno, muy despacio, y supo que tenía que quemarlos.
Quemó el primero, porque en él había dolor y confusión.
Quemó el segundo, porque tras la alegría de sus colores se escondía el sufrimiento.
El tercero ardió rápidamente, era el dolor y el sufrimiento de una niña de cinco años.
Más rápido ardió el último, el que había coloreado una niña buena.
Uno quedó sobre la mesa, el de una mujer que no era dolor ni pesar, el de una mujer que no era una niña de cinco años. Había quedado sobre la mesa el mandala de una mujer que los contenía, pero no lo era.
La mujer ya no se sentía cansada y siguió su camino.
Muchas mujeres, a lo largo de la historia, han elaborado, tejido, bordado... mandalas, aun sin saberlo. En esos ratos a solas, al lado de un ventanal o a la luz de un candil, hallaban su sosiego, su momento, y mientras sus manos se movían, reflexionaban sobre las dificultades del día, sus sueños vivos o truncados, sobre lo que para ellas era la vida, su vida. Otras veces, reunidas unas cuantas, charlaban animadamente o en largos silencios, intercambiando, más allá de las palabras, retazos de sus vivencias. Quizá, por ello, hemos sido muy inteligentes, porque nos ha habitado la inteligencia de nuestras manos.